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¡Amarás!

Mateo 22, 34-40

 

En aquel tiempo, los fariseos, al oír que Jesús había hecho callar a los saduceos, se reunieron en un lugar y uno de ellos, un doctor de la ley le preguntó para ponerlo a prueba: Maestro, ¿cuál es el mandamiento principal de la Ley? Él le dijo: Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente. Este mandamiento es el principal y primero. El segundo es semejante a él: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. En estos dos mandamientos se sostienen toda la Ley y los Profetas.

 

Para orar, meditar y vivir

 

¡Amarás!

 

Celebramos el trigésimo domingo del tiempo ordinario y continuamos con la lectura del santo evangelio según san Mateo, esta vez se ha proclamado: Mt 22,34-40. Para comenzar empecemos por escuchar con mucha atención la pregunta que un doctor de la ley le hace a Jesús: “Maestro, ¿cuál es el mandamiento principal de la Ley?” Jesús respondió: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente. Este mandamiento es el principal y primero. El segundo es semejante a él: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. En estos dos mandamientos se sostienen toda la Ley y los Profetas”.


Hermanos, ya sabemos cuál es el mandamiento más importante: amar a Dios y amar al prójimo. Ahora, cada uno, desde nuestra interioridad, con sinceridad y contemplando nuestra experiencia de vida, preguntémonos: Y, ¿qué es amar? Treinta segundos para responder la pregunta personalmente; luego: treinta segundos para que conversemos con la persona que está a nuestro lado, pregúntense mutuamente: ¿Qué es amar?


Jesús le dice al doctor de la ley: Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente. Amarás a tu prójimo como a ti mismo. Amar, amar, amar, hermanos, amar, aquí está el secreto, el reto, el desafío, la lucha cotidiana, el sacrificio, la virtud. ¡Amar, cómo nos cuesta amar! ¡Qué difícil es amar! ¡Qué bello es el amor! ¡Qué grande es el amor! El amor plenifica, pero también desengaña. El amor fortalece, pero muchas veces frustra. Amar es la gran paradoja de la vida. Amar ilusiona y desilusiona. Amar trae paz y guerra.


Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente. Amarás a tu prójimo como a ti mismo. ¿Cómo relacionar estos dos amores? Diríamos en el lenguaje sencillo y cotidiano: amar a Dios y al prójimo con la misma intensidad, y, ¿eso con qué se come? Para responder a esta última pregunta, tengamos presente lo siguiente: cuidado con el autoengaño, no podemos creer que el amor a Dios, por ejemplo, es una mera intención. El amor a Dios es real cuando amamos al prójimo y al prójimo lo amamos a través de las obras de misericordia.


Para que evaluemos nuestro amor a Dios y al hermano, recordemos las obras de misericordia: Corporales: Dar de comer al hambriento. Dar de beber al sediento. Dar posada al peregrino. Vestir al desnudo. Visitar al enfermo. Visitar a los presos. Enterrar a los difuntos. Enseñar al que no sabe. Espirituales: Enseñar al que no sabe. Dar buen consejo al que lo necesita. Corregir al que está en error. Perdonar las injurias. Consolar al triste. Sufrir con paciencia los defectos de los demás. Rogar a Dios por vivos y difuntos.


El imperativo categórico de este domingo es: ¡Amarás a Dios y amarás al prójimo! Escuchemos con atención lo último que nos dice hoy Jesús, nuestro Maestro y Señor: “En estos dos mandamientos se sostienen toda la Ley y los Profetas”.


“En estos dos mandamientos se sostienen la ley y los profetas”. La enseñanza de hoy está en entender que el secreto de la vida no está en saber muchas leyes, mucha doctrina, no está en hablar demasiado, no, hermanos; el secreto de la felicidad, de la plenitud, de la madurez, está en el amor a Dios y al prójimo. El secreto de la grandeza de un ser no está en la mucha erudición, está en el amor a Dios y al prójimo.


A continuación, hermanos, permítanme proponerles un bello texto del padre Franz Jalics, sacerdote Jesuita, quien nos ilustra de una manera real en qué consisten estos dos amores.


Mucha atención, por favor, dice el autor: “La única forma de reconocer con seguridad nuestra relación con Dios es reunir y revisar todas nuestras relaciones humanas. Lo que existe en estas relaciones, también existe en nuestra relación con Dios.


Dicho de una forma aún más concreta: si, por ejemplo, en mi vida tengo relación con cien personas, de las cuales quiero realmente a veinte, a veinte las rechazo y con sesenta tengo una relación relativamente <<normal>> pero también superficial, entonces se manifiesta la relación con Dios de la misma manera, o sea: veinte por ciento de amor, veinte por ciento de desestimación de Dios y sesenta por ciento de superficialidad, o bien normalidad en la relación. Esto se manifiesta de tal forma, que aunque la existencia de Dios en este sesenta por ciento es indiscutible para mí, lo vivencio de modo tan distanciado que prácticamente está ausente en mi vida. Mientras menosprecie a una sola persona, desprecio también a Dios. La dimensión de este menosprecio depende de qué lugar ocupa la persona rechazada entre todas mis relaciones. Por ejemplo, la relación de un niño con su madre puede constituir un cuarenta, un cincuenta por ciento o incluso más de sus relaciones. Mientras yo esté furioso con una sola persona, estoy furioso con Dios. Mientras ignore o envidie a una sola persona, ignoro o envidio también a Dios. Si soy celoso, también lo soy frente a Dios.


Esta identificación de las relaciones entre las personas y Dios es la única forma de saber cómo la fe está o no plenamente arraigada en la vida. Muchas personas valoran más su amor a Dios que sus relaciones con los hombres. Esto es un engaño claro. Se juzgan mucho más creyentes de lo que en realidad son. Muchas veces me han preguntado: << ¿Cómo puede trasladar mi fe a mi vida?>>. Detrás de esta pregunta se esconde la impresión de que se tiene una fe grande, pero que no puede concretarse en hechos. Yo siempre he contestado: <<No necesitas trasferir tu fe a la vida cotidiana. Puedes deducir de tu vida cotidiana cómo es de grande tu fe>>. Antes de transferir nuestra presunta fe a la vida cotidiana, tendríamos que poder medir, a través de nuestro amor al prójimo, si realmente tenemos tanta fe. Solamente así tenemos los pies en la tierra. A continuación, uno se puede esforzar por hacer crecer juntas ambas relaciones, ya que en realidad son una sola. El camino no será́ más fácil, pero por lo menos se excluye la ilusión de vivenciar la fe pero todavía no el amor al prójimo”.


Terminemos con dos preguntas: ¿Cómo se ama a Dios, cómo nos amamos a nosotros mismos y cómo amamos a los demás? ¿Cómo hacer para que estos tres amores, sean una sola y única realidad? Vayamos a la primera lectura y allí encontraremos la respuesta: “No maltratarás, ni oprimirás”. ¿Amas a tu mujer, a tu esposo?, no la (o) maltrates. ¿De verdad amas tu prójimo? “No explotarás a viudas ni forasteros”. ¿De verdad amas a Dios? ¿Tus oraciones se hacen reales y operativas en tu vida cotidiana, escucha: “Si prestas dinero a alguien, a un pobre que habita contigo, no serás con él un usurero”. ¿Estás convencido (a), qué el amor es el motor de tu vida?, entonces escucha, por favor: “Si buscas prestado algo, lo devolverás”.


Amar es ser honesto, ser honesto es amar. Amar es ser responsable, ser responsable es amar. Nadie ama tanto un pueblo como quien le administra bien sus recursos públicos.


¿Amas a tu pueblo? Gobiérnalo bien, por favor. Quien se enriquece con los dineros públicos, aunque diga amar a su pueblo no es verdad. Esto no es amor, es egoísmo. Quien ama realmente al pueblo que gobierna, administra bien sus recursos.


Tarea:


Durante la presente semana, meditemos esta sentencia de san Juan de la Cruz: “En el atardecer de nuestras vidas, seremos juzgados en el amor”.

 

 

Omar de Jesús Mejía G.

Arzobispo de Florencia.

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